Tulum era nuestra última visita a las ruinas Mayas. En la ruta de Chichén Itzá a Tulum hicimos parada express en Cobá, pues yo, como cosa inusual, tenía un gran deseo de escalar una pirámide Maya. Un miércoles, a las 8am llegamos a Tulum, queríamos evitar que el sitio estuviera llenos de turistas, y el sol de mediodía. Comencé el recorrido contemplando las ruinas una vez más, pero, al final, terminé encantada de ver a las iguanas y dejé de un lado a los sabios Mayas.
Nos rehusamos a pagar por el trencito que a uno le venden a la entrada. Aquella mañana íbamos energizados después de unas merecidas 10 horas de sueño, y así, caminamos los 10 minutos del carro hasta la entrada. Al inicio de la caminada habían al menos diez tiendas. Sus vendedores estaban listos para ganarse los primeros pesos de su jornada.
Uno de ellos, con su sombrero de mariachi incluido y con su acento mexicano super pronunciado, se me acercó rápidamente a venderme repelente para los mosquitos, asegurando que si no lo usaba, iba a terminar toda brotada. En su especulación, tuvo la razón. Sin embargo, la suerte no estuvo de su lado, pues antes de salir del hotel, ya más de una vez me lo había aplicado.
La ilusión de ver a Tulum yacía en dos particularidades:
- Era la única ciudad Maya construida en una costa, osea con playa incluida.
- Era la única ciudad con una muralla. De ahí su nombre de Tulum (muralla).
Durante el siglo XIII y el XV, Tulum tuvo su esplandor. Siendo un puerto marítimo cumplió un papel importante en el comercio de bienes.
El Castillo era la estructura principal de la ciudad.
Está cerrado al público y no se puede escalar, solo admirar. Así pues, me limité a tomar la debida foto.
Seguimos caminando y explorando.
Aquí encontramos una vista fenomenal,
y allá una ruina monumental.
Pero después de un rato, las iguanas se llevaron toda mi atención…
¡Estaban en todas partes!
Iguanas en Tulum
Unas, estaban a la vista.
Y en plenas ruinas.
Mientras que otras, estaban camufladas.
¿Si la ven?
A esta le falta un poco más de práctica, pues era visible de lejitos.
“Andrea… ¿Tú? ¿Tomándole foto a iguanas?”
“Sí, yo… Andrea ¡la que le teme a las iguanas!”
Desde que estaba en el colegio e iba de vacaciones a final de año a Cartagena, temía encontrarme con una criatura de estas. ¡Ah! Y no hablemos de las lagartijas, pues si veía una cerca a mi cama, ¡pasaba la noche desvelada!
Pero esa percepción cambió en Tulum. No sé si fue el paisaje, el sol, o el repelente que me apliqué esa mañana. Pero en vez de alejarme de ellas, ellas se alejaban de mí. Sí que cambian los papeles en toda relación… ¿no?
Son de sangre fría, viven en tierra caliente y son masters en asolearse.
¡Solo les falta una margarita!
Y cuando no andan con bronceador en mano, descansan en la sombrita.
Por fijarme más en las iguanas, ni siquiera vi el otro templo de importancia. El de los Frescos. Pero solo bastó una googleada (sí, me acabo de inventar esa palabra) para imaginar que estuve allá parada.
Saliendo había una iguana grandota y domesticada cobrando por ser protagonista de mi fotografía. No resistí su oferta y ¡con mi esposo posó relajada!