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Viajar vs. vivir en el exterior: las diferencias que aprendí en Tailandia

Estábamos en nuestras últimas semanas del tan esperado viaje al sureste de Asia. En aquel viaje, y ya para esa época, 4 meses nos habían visto el espíritu nómada, pues cada semana o cada 15 días un bus, un avión, un tren o un ferry nos despidió de una ciudad y nos recibió con otra. Brendon, ya llevaba 2 años y 10 meses recorriendo el mundo; yo, por el otro lado, llevaba año y medio viajando y transitando desde y hacia mi país Colombia. Pero, siguiendo un plan de última hora, durante los dos últimos meses del viaje hicimos de Chiang Mai —provincia al norte de Tailandia— un hogar temporal.

Al principio, los días y las noches pasaron de igual forma que sus antecesores: check in en el hotel, lectura obligada de Lonely Planet, visita a los sitios de importancia, y comida local y auténtica no podían faltar. Las ganas de explorar y de no desperdiciar ni un minuto durante nuestra estadía por aquella provincia estaban más vigentes que nunca. Habíamos decidido que sería una buena idea que me metiera a clases de Thai massage. Considerando que uno de mis tantos deseos emprendedores habia sido tener un Spa, aprender la técnica tailandesa de primeras no era ni tan mala idea.

Así fue que nos asentamos por dos meses en esta provincia.

¿Saben qué fue lo mejor? Que aparte de enseñarme su tecnica de masaje, Tailandia instigó mi idea de vivir en el exterior… y ¡Colombian Abroad nació!

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¿Cómo así? ¿Acaso ya no llevabas en el exterior más de unos cuantos meses?

¡Sí!, pero viajar en el exterior por un periodo prolongado de tiempo no es lo mismo que vivir en el exterior. O mejor, como dirían en Tailandia ” It’s same, same, but different!”. ¡¿Que Qué?! Ya les cuento el por qué.

Viajar al exterior

Cuando viajas estás en movimiento continuo. El deseo de ver, visitar y probar lo que más puedas en un periodo de tiempo determinado te acompaña y, aveces, te reprocha si no le haces caso. Te recuerda a cado rato que has ahorrado y soñado con estar en ese lugar histórico, paradisíaco o metrópoli, y sería el colmo, ¡EL COLMO! que no exploraras hasta el cansancio. Cambias de alojamiento cada par de días o, hasta de pronto, cada semana. No desempacas, pues es más engorroso sacar tus pertenecias que vivir de tu maleta abierta.

Te la pasas leyendo acerca de los must do de aquel lugar. ¡¿Cómo te devuelves de India sin ir al Taj Mahal?! !¿De Paris sin ir a la Torre Eiffel?! O ¡¿De Kuala Lumpur sin ir a las Torres Petronas?!

No paras de averiguar el mejor transporte dentro y fuera de la ciudad. Tratas de aprender unas cuantas palabras del próximo idioma que te rodeará. Pasas una gran cantidad de tiempo investigando qué visas necesitas para países que están en tu ruta. Tienes un acercamiento a la cultura a través de su comida, de cortas charlas con los locales y de lo que ves en sus calles. Pero, aunque aquel acercamiento te trae felicidad y te demuestra mil razones para seguir con tu travesía, termina siendo algo trivial y quedas con hambre de más.

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Viajar es uno de los mejores regalos que podrás darte a ti mismo, pero también es un trabajo costante. ¿No les ha pasado que llegan a su hogar y necesitan una vacación para recuperar energías después del viaje? Ahora, ¡imagínense el mismo escenario pero sin hogar a donde llegar! En vez de ello, te chequeas en un nuevo hotel. Estás cansado pero, estando en un lugar nuevo, o repetido pero no muy conocido, empiezas a informarte a dónde ir, qué hacer, cómo transportarte y qué comer.

Parte de nuestros primeros 4 meses de viaje en Asia transcurrieron de esta manera. Comimos hasta enfermarnos y exploramos hasta el cansancio: cansancio físico-mental. El no tener un hogar, aunque fuera temporal, se nos notaba en los ojos y en los atuendos.

Vivir en el exterior

Después de tomar la decisión de quedarnos en Chiang Mai por dos meses, empezamos nuestra búsqueda de alojamiento. Un día completo caminamos la ciudad de lado a lado, y encontramos un aparta-hotel por $400 dólares al mes. ¿Ya cacularon el costo por día? ¡$13 dólares! Era una edificación nueva, de unas 2 y media estrellas, con nevera, mesa de comedor, escritorio y baño privado. Nada mal, ¡¿HA?!

Me inscribí en las clases de masaje. Lunes a viernes, de 9 am a 3 pm tocaba estar presente. Libros, maleta y cartuchera reemplazaron al mapa y a la cámara. Rentamos una moto —”una scooter”—. Desempaqué por primera vez. Exploramos nuestro barrio y encontramos el supermercado más cercano.

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Nuestros días tenían una rutina, pero también incluían algo de adrenalina. Mis profesores eran tailandeses y mis compañeros venían de diferentes continentes.

Durante mis horas en la escuela viví como si fuera una tailandesa: practiqué tai chi y yoga en la mañana, aprendí la legendaria técnica de un masaje que ha acompañado a esta cultura por centenarios, y presencié uno de sus mantras al iniciar y al finalizar el día.

Dejé de ser una total extranjera y pasé a ser una colombodesa. Aprendí de sus tradiciones, fui parte de su quehacer diario y preparé algo de su cocina. Encontré mis restaurantes favoritos y, eventualmente, mi nombre en ellos fue conocido. La emoción de lo nuevo y de lo diferente siguió casi intacta por esos dos meses. Pero, a diferencia de viajar, el afán de salir a explorar hasta el cansancio disminuyó radicalmente. En vez de ello descansamos y salimos a comer con amigos. Conocer más de la cultura, la gente y las costumbres se convirtió en el deseo permanente. Esperábamos que alguien nos visitara, para así­ tener la excusa de ser “turistas” aunque fuera por solo unos días.

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Más allá de la primera semana, no visitamos ningún templo o ningún museo. ¡Ni siquiera fuimos a ver los elefantes! Nos encargamos de vivir, de aprender, de saborear y de ser felices. Tailandia me habí­a mostrado así­ que, después de tanto movimiento y aventura, era hora de viajar lento y de tener un hogar en el cual descansar. Que vivir en el exterior prolongadamente y tomar viajes cortos y frecuentes era lo que me esperaba.

Pasé de ser nómada a semi-nómada. Conocer una cultura más que por unos pocos días era lo que completaba mi travesí­a. Sigo viajando, ¡eso sí­! pero tener un hogar en un rincón del mundo acompañado de una pizca de rutina pronto llegarí­a a ser parte de mi vida.

¿Cuál es tu experiencia? ¿Viajas o vives en el exterior?

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