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De turista en San Francisco

La primera vez que fuimos a San Francisco no tuvimos tiempo de explorar todas las maravillas que la ciudad tiene para ofrecer. Íbamos a la primera conferencia que Airbnb había organizado para los hosts. Sin duda, disfrutamos de las charlas, compartimos con gente que venía de mas de 30 países, fuimos a cenar a una casa de una representante de Airbnb, y conocimos personalmente a Brian, fundador y gerente de esta empresa que ha conquistado el mundo. A los dos meses, por asuntos del pasaporte colombiano, desafortunadamente, pero afortunadamente a la vez, tuvimos que volver a esta ciudad que fugazmente nos vio pasar. Oportunidades hay que aprovechar, y estando allá fuimos a los lugares que nos faltaban por admirar.

Empezamos nuestro recorrido por Chinatown. Siendo el barrio chino más antiguo de Norteamérica y la comunidad china más grande de Asia, no nos podíamos quedar sin explorar. Desde que entramos por la Puerta del Dragón nuestros sentidos nos transportaron inmediatamente al continente al otro lado del planeta. Los olores de té e incienso, los colores y estampados floriados, las decoraciones, y la comida con arroz frito, egg rolls y carne dulce y amargada, son símbolo de una cultura que ha predominado por milenios. Con el deseo de revivir una de las experiencias que más extrañamos de aquel continente, fuimos en busca de un buen masaje relajante. Relajante como tal no fue, pues mis pies y mi espalda crujieron más de una vez. Pero al final, mi cuerpo se sintió más que bien.

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Caminando por entre las calles, nos encontramos con la plaza donde los residentes de aquel barrio chino van a mercar. Carnes, dulces, verduras, frutas, y legumbres se ofrecían por todo lado.

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Lo mejor de todo fue que, al cruzar una calle, con North Beach nos abrazamos. En vez de “餐館” habían “Ristorantes”, y en vez de  “酒店” habían “Albergos”. Little Italy, como localmente se le conoce, nos hipnotizó, tanto que aquella noche regresamos a comer de sus manjares. Sodini’s fue el ristorante elegido. Gnochi y raviolis estuvieron como para chuparse los dedos. Fuimos con la intención de comer en Sotto Mare, pero la espera de una hora, y el estómago enojado y hambriento, estuvieron de pelea todo el tiempo.

Una de las fotos más populares de San Francisco es la de Lombard Street. Conocida como la calle más chueca del mundo (aunque en realidad no lo es), no solo es muy peculiar, sino que también tiene una vista para festejar. La caminada fue bien empinada, y la verdad creo que llegué algo enflacada. En el transcurso de 5 minutos escuché mas de 8 idiomas. Italiano, portugués, español, mandarín, francés, inglés, japonés y tailandés hacían parte de toda frase. Los carros por su parte, bajaban a 5 kilómetros por hora y gozaban cada una de sus ocho curvas. Se escuchaban flashes aquí y allá, y quién sabrá, pero en más de álbum mi cara estará.

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Después de matar por lo menos 500 calorías caminando, decidimos ir a Ghirardelli Square a recuperarlas. Habiendo ido la primera vez a tomar chocolate caliente, esta vez pedimos una malteada con banano incluido y crema chantilly. Nos sentamos con vista al mar, y vimos como 4 hombres, sin camisa y pantaloneta corta, entrenaban y nadaban de un lado para otro en esa agua que debía estar más que congelada. Con necesidad de hacer parada en el baño, quedé de encontrarme con Brendon a la salida. Resultó que en esos 5 minutos el conoció al Jorobado de Notre Dame. Este, pequeño, con joroba pronunciada, barros en la cara y dientes torcidos, le contó su historia de cómo había sido encarcelado una noche por nadar y andar desnudo, le pidió que le tomara una foto con nuestra cámara (ese día andaba vestido) y se despidió cordialmente. Al yo llegar, su foto más de un susto me pegó. Está eliminada por completo de la cámara, pero desgraciadamente, no de mi cabeza.

Deambulamos por Fisherman’s Wharf contemplando la cantidad de botes parqueados, los restaurantes ofreciendo comida de mar con todo y olor, y escuchamos guitarra en vivo. Finalmente, llegamos a Pier 39, el epicentro del turismo y, aveces, del agiotismo. Algunos lo detestan, otros, lo idolatran. Como turistas que estábamos esta vez, entramos a cuanta tienda se nos antojara, pero no compramos nada. Nos tomamos unas cervecitas en Beer 39, hablamos con el barman, y al salir, le echamos un vistazo a los leones marinos.

Desde que veía el programa Full House (Tres por Tres), San Francisco me había intrigado. Sabía que las escenas de la introducción pertenecían a esta afamada ciudad, y fue así que el Puente Golden Gate y Alamo Square también fueron parte del itinerario. Recorrimos un cuarto del puente, estaba haciendo buen sol, pero a la vez, una gran ventisca. Suspendido en el aire, con 3 millas de longitud y 60 años de existencia ha sido, es, y seguirá siendo una de esas asombrosas obras que exaltan lo increíble que es la fuerza humana.

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Y allí en Alamo Square estábamos. No solo la rodean las casas victorianas características de la ciudad, donde alguna vez, vivieron los Tanners (o al menos eso creía a mis 6 años), sino que también a la distancia tiene la vista de la ciudad cosmopolita. Familias con niños corriendo y jugando, solteros caminado a sus perros, parejas dedicándose más de una mirada de amor, y estudiantes tomando una siesta, se congregaban y compartían el mismo escenario en una misma partícula de tiempo – espacio.

Union Square estaba en la mitad de todo. Por ahí caminamos más de un par de veces y descubrimos un speakeasy, llamado Local Edition. Era un viernes, y aquellos que habían trabajado toda aquella semana, celebraban y se despejaban con un coctel y una buena charla. Localizado en un sótano, oscuro, misterioso y decorado con maquinas de escribir por todo lado, ofrecía un ambiente acogedor, y bebidas bien buenas pero nada baratas. Un rato más tarde, The Cavalier alegró nuestras hambrientas panzas. Ternera y hamburguesa no habían ofrecido tan buen sabor desde hace un montón.

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No hay buena ciudad sin un buen parque y San Francisco no se queda atrás. Golden Gate Park ofrece más actividades y hermosos paisajes de los que uno se pueda imaginar. Estando cortos de tiempo, nos tocó escoger al tin marín. Japanese Tea Garden fue el que se llevó el win. Rodeados de bambú adornado, torres de princesas, arbolitos chiquiticos y puente de media circunferencia nos tomamos un té de jazmín y comimos mochi de todos los sabores y llamativos colores. Nos fuimos también de picnic, y con sánduche en mano y agua encartonada, nos asoleamos sin pena ni nada.

Tristemente, el tiempo se agotó y nos tocó despedirnos. El edificio del ferry, Sausalito y el famoso cable car y museo hacen parte de otra gran historia. San Francisco nos enamoró, en menos de dos meses fuimos dos veces, y no hay duda de que volveremos a sus rincones.

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