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Sobreviviendo el Titanic como la Condesa de Rothes

Todos hemos visto la película del Titanic, o por lo menos, sabemos que Jack Dawson se fue a descansar a lo más profundo del Atlántico después de salvar a Rose. Me he visto la película por lo menos unas 10 veces, y cada vez que la veo, no hago más que sollozar. Y no por el hecho de que el Titanic se haya hundido con 1500 personas todavía a bordo, sino por el hecho de que ¡no volvería ver a Jack en pantalla grande! Pero, no fue sino que fuera a un museo del Titanic localizado en Branson, Missouri para que mi percepción del Titanic pasara de un solo Jack a un centenar.

El museo del Titanic en Branson es uno de los dos museos que son propiedad de John Joslyn, quien apasionado por el Titanic realizó una expedición en lo profundo del océano rescantando 400 artículos pertenecientes a los pasajeros. Está construido a media escala del barco de verdad, y tiene dos pisos, siendo la réplica de las famosas escaleras con el reloj la conexión entre los pisos.

Al llegar al museo, de repente viajamos en el tiempo y 1912 estaba aquí otra vez. Nuestro tiquete de entrada era un Boarding Pass. Con aquel Boarding Pass personificaba a un pasajero real del Titanic, en mi caso fue la Condesa Lucy de Rothes de 33 años. Su suerte, nuestra suerte, la sabríamos saliendo del museo.

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La incertidumbre estuvo conmigo durante todo el recorrido. Por un lado, era La Condesa de Rothes viajando junto con mi prima y criada hacia New York City. Por el otro lado era yo, Andrea, la espectadora del año 2015; la espectadora que sabía cual era el rumbo de aquel barco, y la espectadora que estaba aquí para aprender de aquellos pasajeros que viajaban llenos de alegría e ilusión en el indestructible Titanic.

Condesa de Rothes

Como la Condesa de Rothes, nací en Londres en 1878, era hija única y privilegiada. Mis padres eran propietarios de una abadía y, aunque adinerados, me enseñaron desde pequeña a ser modesta y humilde de corazón. El 19 de abril de 1900 me casé con Norman Rothes, el 19° Conde de Rothes. A los dos años de casada, tuvimos nuestro primer hijo al que llamamos Malcolm. Su nacimiento despertó en mí el amor por los jóvenes y niños, y así, empecé a hacer obras de caridad para ayudar tanto a los pobres como a los huérfanos. 8 años más tarde tendría mi segundo hijo: John.

Mi esposo, un hombre de negocios, se la pasaba de viaje. Yo mientras tanto, andaba ocupaba con mis obras de caridad, con mis hijos y con mi vida de la alta sociedad. En febrero de 1912, Norman viajó a Estados Unidos, y fascinado con California, adquirió una finca con naranjos con la ilusión de mudarnos allá. Me envió un cable telegráfico contándome lo de California y me propuso que nos encontráramos en New York City, lo acompañara a Vancouver a cerrar un negocio y por último fueramos a nuestra nueva finca.

Mi ilusión de viajar a tierras norteamericanas, de disfrutar días soleados, y de tener una nueva finca incrementaba a diario. El Titanic se convirtió en aquel barco que cumpliría mi sueño americano. Con semejante ilusión, le pregunté a mi prima Gladys Cherry si me acompañaba a vivir la aventura de América. Así, nos embarcaríamos ella, mi criada y yo en el barco de los sueños. Mis hijos, aunque lo lamentaba, los dejé en casa con la institutriz.

El 10 de Abril de 1912 cogimos el tren desde Waterloo hasta Southampton. Mis padres estaban con nosotros en aquel tren, pues se subirían al Titanic por 8 horas, bajándose en la siguiente parada que sería Francia. Todo el camino estuvimos muy ansiosos, este viaje sería el “viaje de mi vida” el cual lo viviría nada más y nada menos que en la inaguración del buque más grande del mundo.

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Nos acomodamos en primera clase. Nuestra suite era la B-77 a estribor en la cubierta B. Durante los primeros 4 días de recorrido disfrutamos de los almuerzos, las cenas y las horas del té acompañadas de amigos reconocidos también provenientes de Inglaterra. Para el cuarto día, ya nos habíamos acostumbrado a la rutina y con mi prima Gladys tomamos chocolate caliente en el desayuno, caminamos en la cubierta, fuimos a la misa, compartimos el almuerzo con nuestros amigos y contemplamos el atardecer con sus rayas púrpuras.

El cielo, aunque poblado de estrellas, no tenía luna. El aire estaba helado y el agua infinita permanecía calmada. Esa noche fuimos a una cena de gala en el restaurante francés en honor al cápitan. Hubo orquesta, charla, y exquisita comida. A las 10:30 pm nos fuimos a nuestra suite listas para descansar y recibir un nuevo día.

Ya estando dormidas, oímos un estallido enorme, un sonido de rejilla. Tuvimos una sensación de que algo horrible había pasado pues los motores estaban apagados. Prendí la luz de mi mesa de noche y miré el reloj, eran las 11:46 pm…

Nos enteremos de la tragedia que había pasado. Nos enteramos que el Titanic se había estrellado con un Iceberg. En ese momento comenzó la histeria, habían solo 20 botes salvavidas para los 2224 pasajeros. Aquella afirmación de que el Titanic era indestructible, se había derrumbado por completo.

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¡No podíamos creer que tuviéramos que bajarnos del Titanic en medio del Atlántico! Nuestro plan, nuestra ilusión se había estrellado con un pedazo gigante de hielo. Fuimos rescatadas en el bote número 8. Lo dejaron medio lleno, pues a los marineros les daba nervios que aquellos botes también se hundieran.

Los gritos provenientes del barco, la oscuridad de la noche, el temor de vida y la incertidumbre por el porvenir de los esposos, padres y familiares llenó de pánico a los pasajeros que ya estaban en medio Atlántico. Tomé el timón, pues Thomas Jones, nuestro marinero, no supo como manejar la situación. Consolé a las mujeres del bote por horas durante la negra noche. A la madrugada, al salir el sol, el Carpathia llegó, y con él una esperanza más de vida.

Andrea

Como Andrea abrí los ojos. No solo para observar aquellos 400 objetos recuperados, sino para darme cuenta que ese barco estaba lleno de sueños, de ideales, de expectativas y de metas de una nueva vida. Que esos sueños son los mismos que tenemos hoy en día de viajar, inmigrar, de experimentar nuevas culturas y de alcanzar la felicidad.

Quería gritar, quería decirles que le bajaran a la velocidad, quería decirles que no se confiaran y que no desafiaran ni a la naturaleza ni a Dios. Quería decirle a la Condesa de Rothes que aunque le dolía haber dejado a sus hijos en Inglaterra, era lo mejor, y también quería darle las gracias por ser una lider ¡y muy valiente!

Caí en cuenta que en esa tragedia murió más que un Jack, y que la historia de amor que vimos en la película es solo una muestra de la cantidad de historias que inundaban el Titanic. Me di cuenta que había visto a los demás pasajeros como icebergs, pues los veía como entes y no como mentes. Y me di cuenta que por mucho Titanic que haya habido, el mundo siguió viajando… y que esa hambre de explorar estará con nosotros durante muchos titanics más.

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