Una de las cosas que Brendon y yo tenemos en común es el amor por la comida y la cerveza. Los distintivos sabores que tiene cada cerveza dependiendo de su país de origen es una pequeña prueba de lo que es la diversidad cultural. En nuestro viaje a Europa, uno de los objetivos era poder ir a Munich a experimentar el famoso Oktoberfest, fiesta popular más grande de Alemania, y una de las más grandes celebraciones en todo el mundo. Paulaner, Löwenbräu y Augustiner-Bräu eran unas de las cervezas que se podían disfrutar en este evento de fama mundial.
Llegamos a eso de las 4 de la tarde y ya más de una docena se tambaleaba de un lado a otro. Los asistentes, vestidos con el atuendo típico alemán: las mujeres con Dirndl -vestido compuesto de un corpiño, una blusa, una falda y un delantal; y los hombres con Lederhosen -pantalones de cuero con tirantas; bailaban y festejaban al ritmo del polca. Habían más de 20 carpas donde se ofrecían las distintas cervezas. Éstas, coloridas y repletas, eran universos diferentes conectadas por el distintivo sabor de la cebada.
Brendon, sin ser fan, llevaba esa día una camiseta de un equipo de fútbol colombiano. A los poco minutos de haber entrado, se escuchó un grito “¿son colombianos?”. Sin caer en cuenta de la camiseta, respondimos un sí en unísono. Nos saludamos entre la multitud y, sin pensarlo, seguimos caminando en busca de por lo menos una cerveza.
Las meseras, sin duda alemanas, llevaban puesto un Dirndl, eran bien trozuditas y podían alzar hasta 4 cervezas de un litro a la vez. La propina era más que merecida. 1, 2 y hasta 3 rondas nos tomamos estando de pie. Al poder sentarnos, seguimos saboreando y acompañamos dichas bebidas con gigantes y salados pretzels.
Con la alegría que se irradiaba, la música, las danzas, niños corriendo de un lado a otro, y los infinitos “¡Prost!” el tiempo se pasó a mil. Era ya la hora de irse, y con ella llegó mi preocupación. En aquella época no contábamos con iphones, no teníamos plan de datos, y tampoco contábamos con un mapa. Yo que soy más mala para ubicarme, y Brendon que había disfrutado de la cerveza un poco más de la cuenta, fue lo que nos retrasó la llegada a casa.
Por tratar de buscar un baño que no tuviera una fila tan larga, terminamos saliendo por el lado totalmente opuesto, lo que nos obligó a caminar aun más. A la salida había un carro vendiendo Bratwurst (salchicha alemana) y aprovechamos y comimos no una, pero sí dos. Brendon, solo me susurraba, y me terminó diciendo que todo lo que me importaba era irme de shopping. ¿Uh? yo, viajando con solo un morral, ¡ni un dulce me había comprado! Era obvio que la cervezas se le habían subido a la cabeza.
No había transporte público ni a esa hora ni a nuestro destino. Le pregunté a Brendon cómo llegar más de cien veces. Terminamos dándole vueltas a la misma manzana unas dos veces. Nos encontramos con un grupo que andaba de pelea, la verdad no se de qué porque todo era en alemán. Y como todo en alemán suena como regaño, podían estar hablando de amor pero se escuchaba como desamor.
Al cabo de unos cuantos minutos más, empecé a reconocer los alrededores. Memorias de haber estado caminando esa tarde por aquellas calles pero en sentido contrario de repente me sorprendieron. Sin siquiera tener una brújula, y sin tener a quien preguntarle a esas horas de la madrugada, seguimos nuestros instintos. Brendon tiene muy buen sentido de ubicación, pero como aquel día andaba adormecido y prendido, nos tomó un poco más de tiempo.
Después de caminar por hora y media llegamos a casa. Al final, Brendon y su ubicación nos permitieron llegar a dormir. Desde ese día aprendí mi lección y ya por lo menos tengo Google Maps a mano y lo manejo de ¡pe a pa! O… ¿es que acaso esa no es la mejor opción?
Imagen: Iáfa Cac, Julia Rodrigues