Cuando dejé mi hogar en Bogotá, Colombia, lo que más duro me dio fue tener que decirle adiós a mi familia. Tenía presente que estaría ausente en ocasiones especiales a las que tanto me gustaba asistir: día de la madre, del padre, fiestas de cumpleaños, matrimonios, día de las velitas, novenas… pero lo que siempre evité pensar era que dejaría de vivir tiempo preciado con ellos, especialmente con mis abuelos, esos seres tan importantes que cada vez acumulaban más años de vejez y sustraían con ello, vida.
A los 3 años exactos de haberme venido a vivir a Seúl pasó eso a lo que siempre le había tenido miedo. Le tenía miedo a perder uno de mis seres queridos estando tan lejos. El 9 de mayo a la 1 de la mañana mi abuelito dio su último suspiro. Todo pasó tan rápido, tan abruptamente, que todavía me parece mentira que no vuelva a escuchar su “¡quiubo, mija!” al otro lado del teléfono. Me alcancé a despedir de él virtualmente cuando todavía estaba en vida. Mi mamá me llamó por WhatsApp a decirme que me tenía que despedir de mi abuelito. Yo quedé alborotada, asustada. Me temblaba todo. ¡¿Despedirme?! ¡Pero si no me gustan las despedidas! ¿Y cómo así que despedirme de mi abuelo? ¿Acaso a dónde se iba?
En medio de ese shock en el que estaba, le hablé, le susurré cuánto lo quería, y aunque él seguía respirando, ya no me podía decir nada. Su repentina partida dejó tanto dolor en mi corazón, que decidí coger un avión, embarcarme en un viaje de 30 horas hasta Bogotá y llegar a su funeral para poder darle un último adiós —aunque él físicamente ya no me escuchara—.
Quise decirle muchas cosas y agradecerle en montones por ser mi abuelo. Con un nudo en la garganta, y con lágrimas en los ojos y en el alma, no pude decirlas cuando le hablé por WhatsApp. Por eso ahora, cuando estoy de vuelta en Seúl y un poco más tranquila acerca de su partida, quise escribirle algunas palabras que estoy segura podrá escuchar desde donde sea que esté en el cielo.
Abuelito:
Recuerdo con mucho cariño todas esas cosas que hacías por mí. Desde los consejos, los regaños de buena fe, hasta esas madrugadas para ir a clase de tenis todos los fines de semana. Recuerdo cómo admiraba cada vez que tú jugabas tenis. Recuerdo pensar a sí misma, ¡uy, ese es mi abuelo! con mucho orgullo. Recuerdo cómo me apoyabas en mis aventuras, en mis viajes, cómo mostrabas tu preocupación preguntando por mí, por mi paradero y por mi bienestar.
Recuerdo cómo te gustaba que tocara el piano de niña. Recuerdo que cuando ibas a visitarme querías que te tocara alguna cancioncita que hubiera aprendido. Te confieso que a mí aveces me daba locha tener que hacerlo y me hacía la dormida cuando llegabas para no tener que tocar nada. ¡Ja! Ahora que te lo digo, ya siento un fresquito.
Recuerdo que alegremente y a pesar de los achaques de tu salud, fuiste a visitarme donde fuera que estuviera mi hogar. Estuviste una navidad con nosotros en medio de la nieve en Denver y la otra en Seúl. ¡En Seúl! ¡Al otro lado del mundo! Recuerdo que estabas emocionado de visitar al país que una vez valientes tropas del ejército colombiano apoyaron en una guerra hace más de 60 años. Ejército en el que con mucho honor llegaste a ser Mayor.
Ahora que me he metido semejante viaje desde Seúl para venir a visitarte a Bogotá, admiro aún más el esfuerzo que tú hiciste para ir a visitarme. ¡Ese sí que es un viaje desgastante! Te pensé todo el camino, abuelito, y tu valentía durante ese viaje, me dio las fuerzas necesarias para hacer el mío.
Recuerdo esas bromas que hiciste en el último viaje que tomamos juntos por Francia durante el grado de mi hermano. Nos regalaste alegría, sonrisas. Recuerdo dijiste te habías aprendido La Marsellesa en una noche y la cantaste para nosotros. Recuerdo con qué gusto degustabas el vino y la champagna en los viñedos franceses hasta quedar un tanto chumado (prendido). Recuerdo que abrazabas a mi tita espontáneamente y le demostrabas amor eterno. Recuerdo esa cena donde te sirvieron un montón de quesos franceses y quedaste tan empalagado que no pudiste ocultarlo.
Recuerdo que siempre que te llamaba me decías que estabas bien, aunque yo supiera que habías estado con dolor. Recuerdo que la última vez que hablamos yo estaba en Toronto próxima a montarme a un avión de vuelta Seúl. Tú ibas de urgencias por un dolor estomacal y, a pesar de eso, me dijiste que estabas bien y que te habían operado un ojito. Cosa que era cierta, pero sabías que algo más en tu cuerpo estaba sufriendo y no quisiste preocuparme.
Después de esa llamada estuve incomunicada por 13 horas, oré por ti, y no fue hasta que llegué al otro lado del mundo que me enteré que tu partida estaba muy cerca. A las 36 horas después de haber aterrizado me vi montada en un avión nuevamente rumbo a visitarte. Estaba exhausta, desubicada en tiempo y espacio, pero mi alma no iba a quedar tranquila si no iba personalmente a despedirte.
Durante tu funeral el padre dijo algo muy cierto: “Dejas lo que tienes, te llevas lo que has dado”. Y eso que tú has dado, abuelito, se llama amor. Amor incondicional. Has dejado este mundo pero sé que desde el cielo seguirás dando ese rotundo amor que siempre le diste a tu familia.
Gracias por dejarme tan bonitos recuerdos. Ya no podré verte, pero vivirás eternamente en mi corazón. La gente solo fallece cuando se le olvida. Y tú, eres inolvidable.
Te quiero, por siempre.
Qué carta tan bella de despedida de tu abuelito. Y te comprendo la nostangia que sientes por tu familia y lo que fue tu vida en Colombia. Yo también viví 15 años en California y experimenté eso, aunque ahora ya he regresado a mi tierra.
Gracias, Martha! Sí, definitivamente da mucha nostalgia, y más en estas situaciones. Gracias por leer y espero puedas compartir tiempo valioso con tu familia :)