Quién se hubiera imaginado hace cuatro años que la más antifutbolística fuera a ir a la Copa del Mundo en Brasil. Y es que ni de su juego entendía. ¡Ah! Que tienen que meterle gol al equipo contrario, que son dos tiempos de 45 minutos, que existe un árbitro, y que el balón no se puede tocar con la mano. Listo. Aprendido. Lo que no había experimentado, era que como en todo deporte, está la ansiedad, la pasión por ver ganar, el patriotismo y el fanatismo. Después de 18 horas de estar entre aviones y aeropuertos, llegamos a Río de Janeiro, la ciudad de los cariocas, de la famosa playa de Ipanema, y de Cristo Redentor.
Era justo el mediodía del 4 Julio. El día de la independencia de Estados Unidos, pero también el día que Colombia se enfrentaría a Brasil para decidir quien seguiría en la jugada de esa ansiada Copa del Mundo. Después de ser recogidos en el aeropuerto con un cartel de “Mr. and Mrs. Gringo”, acomodamos nuestras maletas en la habitación donde nos quedaríamos los siguientes días, y cogimos camino hacia el Fan Fest en Copacabana. El metro estaba más que lleno. Se respiraba alegría, furor, e ilusión. Se observaba un río de camisetas amarillas – Brasil y Colombia compartían el mismo color. Se escuchaba una barra para cada equipo. Y se saboreaba la sed de ganar.
Colombia, después de 20 años de haber intentado, clasificó a esta gran competencia que reúne no solo a los más entregados a este afamado deporte, sino también a aquellos apasionados por un país y por el honor de ganar frente al mundo. Por otro lado, para los brasileños, el fútbol hace parte de su identidad, de su cultura, y es su orgullo. Siendo un país multicultural y multirracial, encontró su unificación en el fútbol. Desde que dicho deporte se introdujo en 1894, Brasil ha sido el dueño del Jogo Bonito y es reconocido mundialmente como o Pais do Futebol. Es la única Seleção que ha clasificado en todos los mundiales, ha sido ganadora cinco veces, y ha preparado muchos de los mejores jugadores en el mundo, tal como Pelé, Ronaldo y Ronaldinho. La presión de ganar se sentía en ambos equipos.
El Fan Fest, sin duda alguna, estaba que no daba abasto. La fila para entrar era de más de dos cuadras, y solo faltaban 10 minutos para que el esperado juego comenzara. Con la ilusión de ver a la Selección Colombia ganar frente al país que nos había recibido aquella tarde, nos fuimos en busca del primer bar que tuviera un TV disponible. Todo, TODO estaba lleno. Sin tiempo de caminar más, nos resignamos y nos paramos, junto a 20 personas más, frente a un bar que tenía un televisor mirando hacia afuera. La espera había llegado a su fin. El partido comenzó, y con él, el deseo de dos naciones suramericanas de ganar y pasar a la semifinal.
Los pitos, las barras y los gritos de ansiedad hacían eco en tierra y en arena. A tan solo 7 minutos de juego Thiago Silva nos metió un gol. Los colombianos, bajamos la cabeza en símbolo de tristeza, mientras que los brasileños saltaban y cantaban su victoria. Todo el primer tiempo estuvo reñido, ambos equipos cometían faltas frente al otro, y nuestros jugadores, estuvieron opacados y fueron atacados por el furor de un país con hambre de ganar.
Para el segundo tiempo, teníamos la esperanza de que nuestra selección nos diera la satisfacción de más de un gol. “Oe Oe, Oe Oa que mi Colombia va a ganar” se escuchaba como un susurro en medio de miles de brasileños que apoyaban a Neymar y su llanto, a David Luiz y su pelo que nos recordaba al Pibe, a Hulk y sus sobresalientes músculos y al capitán Silva.
Al minuto 65 el caleño Mario Yepes nos dio la satisfacción esperada. Pero, a los pocos segundos, el arbitro nos quitó el gol disque por fuera de lugar. Y así como cuando le quitan un dulce a un niño y empieza a patalear, nosotros empezamos a linchar. Poco a poco, nuestro sueño no lo iban quitando de las manos. O pais Do Futebol se sintió aún más en pleno esplendor cuando a raíz de una falta, David Luiz anotó un golazo.
Un país entero unido por la misma pasión, seguía apoyando al equipo de los cafeteros. Los brasileños, ya se sentían triunfadores y, con cerveza en mano, felices festejaban. Faltando 13 minutos, una falta por parte de Julio Cesar, el arquero, nos dio una oportunidad de reivindicarnos. James Rodriguez tomó el balón para el penalti, y en compañía de un grillo que se paró en su brazo justo cuando iba a disparar, metió el gol. Momento encantador para Colombia, pero devastador para Brasil.
La riña continuó por unos cuantos minutos, y nosotros teníamos la esperanza de otro gol. Pero…el final de juego había llegado, y así, habíamos sido derrotados. 2 Brasil, 1 Colombia fue el marcador. 47 millones de colombianos lloramos junto a nuestros jugadores. Esa añorada Copa ya no sería de nosotros. Sin embargo, más orgullosos de su juego no podíamos estar. Le dieron al campo alma y corazón, fueron los que nos dieron esa ilusión de llegar a ser campeones y sus bailes, su alegría y estilo enamoraron a medio mundo.
Por su parte, Brasil celebraba sin cesar. Había llegado a la semifinal y se enfrentaría con Alemania en los próximos 4 días. Confeti, cantos y tragos invadían las calles, los bares y las playas. Aquel 4 de Julio, su Jogo Bonito había reinado una vez más.
Imagen: Daniel Borges, Daniel Borges, Daniel Borges