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El día que me enfrenté al agua

El agua me ha terrificado desde que a los 7 años estando en una clase natación, al profesor se le ocurrió la brillante de idea de lanzarme a la gran piscina para ver como yo, después de tomar diez litros de agua clorada, me buscaba la forma de salir enterita de aquella piscina. Resultó que después de dicho acontecimiento, no quise ser ni amiga de ese profesor, ni amiga del agua. El asunto del profesor se solucionó a las pocas semanas, pero el asunto del agua… sigue en su mayoría sin resolver.

En nuestro primer viaje juntos en Colombia, uno de los destinos fue San Gil, la pequeña ciudad en el departamento de Santander donde se practican toda clase deportes extremos. Brendon, sin duda alguna, tenía su plan calculado y quería nada más y nada menos que ir de rafting. RAFTING. Obviamente, cada parte de mi cuerpo crujía y se alborotaba con el simple sonido de aquella palabra. Pero… ¿cómo se le puede decir no a un gringo que te pone el corazón a mil, te habla dulcemente en español, y te mira con ojos enamorados?

Las dos horas en el bote fueron pavorosas. Aquel famoso río Suarez era peor que una montaña rusa. Habían olas, rocas en toda parte, y bajadas que asustaban hasta el más fuerte. Nos balanceábamos de un lado y otro, y yo con miedo de caer a esa agua congelada, gritaba, saltaba, reía y lloraba. Al final, resultó siendo una actividad divertida. ¿Las mariposas en el estómago ayudaron? muy posiblemente. Eso no quiere decir que el agua y yo hayamos arreglado nuestra relación, pero indudablemente, tuvimos una gran aventura.

El día todavía tenía toda la tarde por delante, y al parecer Brendon no había tenido suficiente. Parapente era también parte del itinerario. ¿Que Qué? Sí, el sabía que uno de mis sueños era poder volar, y como sorpresa me llevó a una montaña bastante alta a tirarme de un  pedazo de tela que llaman disque parapente. El viento estaba que soplaba, y la gente volaba y volaba, pero nada que llegaba mi turno. Yo deseaba que los instructores se olvidaran de mí y no me llevaran a las alturas. Brendon, por el otro lado, les recordaba a cada rato que yo faltaba. Después de esperar dos horas, fui la última en volar. Mi peso no era suficiente y tuve que llevar una bolsa llena de pesas para evitar que me fuera con lo que el viento se llevó.

parapente-san-gil

Estuve aterrorizada todo el vuelo. Duró no más de 15 minutos, pero mis manos, mis pies y hasta mis dientes se entiezaron de los nervios que mi cuerpo intentaba asimilar. Ver el atardecer desde aquella altura no tuvo precio, pero lo que sí tuvo precio fue la plata que Brendon invirtió para verme gritar con alma y corazón por unos cuantos momentos.

Después de ese día, Brendon asegura que iré con el a bucear y a tirarme de una paracaidas desde un avión. ¡HA! ¿Y es que acaso dicen que el amor es ciego?

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